Agradecimiento

Gracias a tí por pasar por aquí. Por existir.

Vistas de página en el último mes

martes, 12 de febrero de 2019

Ángela trastabilló por el escenario cuando su madre la empujó al escuchar su nombre anunciado por el altavoz. Los pies le pesaban como si estuviera calzando un par de botas de metal. Su delgado cuerpo de niña temblaba bajo el vestido que su tía Lola le había confeccionado para su cumpleaños número trece. La distancia que cubrió con sus pasos hasta la marca que indicaba el lugar que debía ocupar para el concurso de canto, le pareció una eternidad. Se detuvo y bajó la mirada a sus pequeñas manos, las sentía como dos brazas calientes que brillaban por los reflectores enfocados en ella. El corazón le latía tan fuerte como cuando corría hasta el río, perseguida por su hermano, para ser la primera en zambullirse en sus aguas frías en los días de calor. Tuvo ganas de estar allí, en su pueblo disfrutando la tranquilidad del campo. Los primeros acordes de la orquesta comenzaron a sonar y ella levanto la vista lentamente, como quien despierta de un largo sueño. Recorrió con la mirada el Auditorio Nacional repleto de gente y recordó el pequeño cine de su pueblo en donde había ganado la eliminatoria para el concurso de canto, era tan pequeño y cabía tan poca gente. El esfuerzo que su madre hacía para apoyarla en desarrollar su dulce voz la hizo girar su cabeza hacia la izquierda buscando su seguridad, como en otras ocasiones lo había hecho. El público estaba en silencio en espera de que comenzara a cantar. Ella era la última concursante de la noche. Sus ojos enfocaron a su madre quien con gestos le indicaba que cantara. Entonces recordó su mirada orgullosa cada vez que ella lo hacía y por un momento se sintió muy cansada. Cuando alejó la vista de su madre sólo podía escuchar los acordes de la orquesta y el murmullo que el público empezaba a realizar. Giró su cabeza hacia el techo sintiendo que lo hacía a la misma velocidad de una cámara lenta viendo cómo se abría y descendía un haz de luz brillante que la deslumbraba. Los pies ya no le pesaban. Su corazón estaba tranquilo, el cuerpo perdía peso poco a poco y solo sintió un líquido caliente escurrir entre sus piernas. Sabía que se estaba orinando y trató de ver sus pies, pero su cabeza no le respondía. Por un fugaz instante pensó en los planes que su madre tenía cuando ella ganara ese concurso, porque sabía que era capaz de ganarlo. Zapatos para ella y su hermano. Ropa, comida, paseos. Pagar el préstamo con el que llegaron a la Ciudad de México. Estudios profesionales de canto para ella. La invadió una tristeza enorme por haberle fallado a su madre y que no pudiera cumplir sus sueños. Porque eran los de su madre, no los de ella. Notó que las voces y la música ya no se escuchaban quedando sólo una que llegaba desde lejos y la llamaba: “¡Ángela! ¡Ángela! ¡hija!” pero ella ya no contestaba.

viernes, 4 de febrero de 2011

ADICTA


Me declaro una adicta a tu mirada,
esa que cuando se posa en mí
traspasa todo mi ser
y se funde con mi alma.

Me declaro una adicta a tu arruga
que se marca en tu entrecejo
y te hace parecer
un eterno pensador.

Me declaro una adicta,
a esa zona de tu cara
entre el labio superior y la aleta de la nariz,
que cuando la acercas a la mía sin hablar
me provoca sensaciones
que me traspasan
de la coronilla a la planta de los pies.

Me declaro una adicta,
a la forma de tus dedos,
a tus manos
que parecen tener vida propia
cuando recorren mi cuerpo
de norte a sur y de este a oeste.


Me declaro una adicta
a la textura suave de tus párpados,
al olor de tus cabellos recién lavados,
a tu andar cansado cuando llegas por la tarde
y sin palabras me dices que me amas.

viernes, 1 de octubre de 2010

La Prosperidad


La prosperidad me sabe a chocolate derretido en un sorbete de nieve de vainilla, saboreado frente a la fuente de Trevi, después de haber bebido un vino tinto en un café italiano.
Huele a Joy y a hierba húmeda, a sal del mar Mediterráneo. Se siente a brisa fresca en mis mejillas recorriendo el Rin en un crucero. Admirando las barrancas del Cobre en Chihuahua y refrescándome en las aguas de los cenotes yucatecos. Bailando tango hasta el amanecer en una milonga en Buenos Aires y descansando a la orilla de la playa en una hamaca leyendo una novela.

lunes, 21 de diciembre de 2009

LOS EFECTOS DEL CALOR

El calor en la habitación casi se podía cortar y hacer rebanadas de atmósfera caliente. Por tercera vez me tendí desnuda en la cama, me había levantado una vez más a dar un duchazo con agua fría para tratar de aminorar el calor. Boca arriba, cerré los ojos, sintiendo como el aire del ventilador, encendido a toda potencia, refrescaba un poco mi cuerpo húmedo, apenas si podía respirar. Comencé a sentir que mi rostro se humedecía de sudor, dejé que la sensación me invadiera, uno a uno los poros se abrían y mojaban mi cuerpo; lentamente toqué mi cara, esperando sentir lo húmedo del sudor y en lugar de eso toqué algo pegajoso que se quedaba adherido a mis dedos. Sonreí para mis adentros y pensé –“Citoplasma”. Pasó no se cuanto tiempo y nuevamente intenté llevar la mano a la frente, pero ahora solo pude escuchar un chapoteo en la cama; como pude, entre abrí los ojos, o lo que pensé que eran mis ojos y percibí que la cama estaba invadida de un líquido viscoso, en él flotaban diversos objetos que a primera vista y con el desconcierto no atiné a identificar. Con más calma me dispuse a entender qué era aquello que según yo me invadía. Con gran sorpresa me di cuenta que lo que en un principio había yo dicho para mis adentros “citoplasma”, ¡era en efecto una mezcla de agua y proteínas!, aquello que había sido la piel que cubriera mi cuerpo se había convertido en membrana, ahí donde había habido una cabeza, ahora era un gran núcleo con todo y cromosomas, dirigiendo al gran laboratorio citoplasmático.
Me encontraba haciendo este recuento cuando escuché a la perrita gruñendo y rascando con sus patitas la cama donde me encontraba, seguro se había dado cuenta de que algo pasaba. Sin pensarlo, lo que ahora constituía mi cuerpo se empezó a alargar como dos brazos largos que fueron cubriendo el cuerpo de Nata hasta atraparla y de inmediato varios lisosomas se apresuraron a degradar a la perrita. Cuando terminé de deglutirla y a punto de desechar los restos de la recién engullida perrita, el despertador sonó y en automático lo apagué. Con gran desconcierto porque volvía a tener manos y dedos, palpé mi cuerpo y en efecto todo estaba en su lugar, con gran alivio bajé los pies al piso para incorporarme, caminé unos pasos y hasta entonces pude sentir una bola de pelos entre los dedos de mis pies; regados por toda la habitación había puros pelos de la perrita.

EL DOBLÓN DE ORO

Confío en poder narrar lo que mi tata una vez me contó antes de morir. Estábamos en lo alto de la cañada un día, mi tata y yo, sentados como siempre en una piedra plana, su preferida. Desde ahí se divisaba todo el valle y como eran épocas de lluvia se veía verde como las enaguas de las mestizas allá en el pueblo.
Regresábamos de la siembra y hacía mucho rato que en silencio solo contemplábamos el horizonte sin hablar. Mi tata aprovechaba esos momentos para contarme sus historias de cuando la Revolución, de cómo había tenido que andar a salto de mata durante algún tiempo por estos rumbos y de cómo había decidido establecerse ahí cuando conoció a mi abuela, que por ese entonces era una chiquilla. Yo esperaba ansioso el momento en que iniciara su relato porque tenía una forma de contarlos que me dejaba fascinado.
Llegó al fin el momento, de entre su camisa sacó un envoltorio de cuero a medio curtir y me lo entregó diciendo –“Ahora es tiempo de que conozcas esta historia”- abrí con cuidado lo que me había dado y encontré una moneda de oro, muy pulido por el tiempo. Me quedé contemplando la moneda y me dijo –“Es un doblón de oro, si te fijas muchacho, vas a ver que dice 1798”-
Lo contemplé por largo rato y él se quedó callado esperando que la impresión surtiera efecto en mí. Luego comenzó:
“Estando yo chamaco, así como tú, me encontraba jugando en el aljibe, el Chucho había ladrado toda la tarde esperando que jugara yo con él, los canarios en sus jaulas cantaban y se revoloteaban sin parar y el viento suave que viene al caer la noche comenzaba a soplar. No sé por cuánto tiempo estuve así, levantando piedritas del camino y tirándolas por el canal para ver cómo salpicaba el agua. Había decidido que iba a tirar la última piedra y llevaría el agua a la casa que serviría para que mi madre cocinara, cuando una figura embozada, con una larga capa y sombrero de ala ancha se paró justo entre el sol que ya se ocultaba y yo. No podía ver su rostro pero si un espadín que le colgaba del cinto. Me llamó por mi nombre y me dijo que quería que le hiciera un favor. Tenía que acudir a la parte sur del cementerio y ahí vería una gran piedra, que escarbara profundo y encontraría unas bolsas llenas de doblones de oro que habían sido de él y que ahora quería que fueran mías. Que había una condición y era que tenía que mandarle a hacer unas misas para que su alma descansara. Dicho eso, dio la media vuelta y se fue. No tuve fuerzas para seguirlo ni para preguntarle nada, estuve así un rato y corrí hasta mi casa olvidando el cubo del agua en el aljibe.
Unos días después le pedí al Carmelo, mi amigo de siempre, que me acompañara a hacer la encomienda. Estuvimos dando vueltas por el cementerio hasta que encontramos una piedra grande como la que me dijo el señor. Nos aseguramos que no hubiera nadie por los alrededores y comenzamos a cavar. Después de unas horas de trabajo dimos con unas bolsas de cuero y temblando de cansancio y de emoción las abrimos. Con sorpresa encontramos muchas monedas de oro y comenzamos a sacarlas, casi habíamos terminado cuando un fuerte dolor me invadió la cabeza y todo se oscureció. Varias horas transcurrieron y cuando desperté no sabía que había pasado.. Esa moneda que sostienes en tu mano fue lo único que se me quedó, al Carmelo no se le volvió a ver por esos rumbos. Se dijo que estaba en la Capital y que había puesto un negocio”.
Cuando terminó su relato mi corazón latía fuertemente, apreté la moneda entre mis dedos y mis ojos se abrieron sorprendidos. Estiré mi mano para devolverle su tesoro y me pidió que lo conservara, que cuando pudiera, mandara hacer una misa para el descanso del alma de ese señor, porque él no había sido capaz de cumplir con su promesa.